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Es cierto que mantener el carbón vivo cuesta. Y que uno se queda mas tranquilo si, de vez en cuando, asoma alguna llamita que mantenga esa ilusión de eterna incandescencia que garantiza que mientras haya fuego habrá asado. Recordemos que al tope de las premisas de este informe está la de hacer muchos y buenos fuegos sin usar ningún tipo de combustible tóxico. Entonces, ¿qué puede hacer el ansioso que quiere ver resultados inmediatos pero sigue la ley de hierro de no usar aditivos indeseables?
1. El diseño es el fuego.
Es cierto que mantener el carbón vivo cuesta. Y que uno se queda mas tranquilo si, de vez en cuando, asoma alguna llamita que mantenga esa ilusión de eterna incandescencia que garantiza que mientras haya fuego habrá asado. Recordemos que al tope de las premisas de este informe está la de hacer muchos y buenos fuegos sin usar ningún tipo de combustible tóxico. Entonces, ¿qué puede hacer el ansioso que quiere ver resultados inmediatos pero sigue la ley de hierro de no usar aditivos indeseables?
1. El diseño es el fuego.
Rodear a los carbones de pequeños dispositivos capaces de provocar llamaradas inextinguibles. Si el enunciado es pomposo, la receta no. Se trata de añadir al carbón, el papel, las maderitas reglamentarias. Y pequeñas bolitas de miga de pan embebidas en aceite común de cocina. Según los expertos que aconsejan utilizar éste método, no sólo tardan en apagarse sino que también provocan algo así como una combustión sana que deja incólume el buen sabor de la carne.
2. Fuego y oxigeno. Oxigeno y fuego.
¿Qué sería del uno sin el otro? Manos diestras en esto de encender altas y rendidoras fogatas para el asado recomiendan un método que combina esos dos elementos, y que se apropia tanto de un principio básico de química como de la idea rectora de la vieja y querida chimenea. La cosa consiste en tomar una botella vacía, recubrirla entera con varias capas de papel de diario (no muy apretadas), colocarla parada sobre la parrilla y ponerle carbón alrededor. Luego, se retira dicha botella cuidadosamente, dejando sólo el papel, que queda como una especie de tubo (lo dicho: como una chimenea) rodeado por un volcán de carbón. Después, sólo es cuestión de arrojar bollitos de papel en el interior y darles mecha. Importante: los bollos deben estar bien apretados, como para que no se desarmen y se vuelen al soplo de la más mínima brisa. Habrá llama, habrá aire entrando por debajo de esa llama, habrá carbones bien prendidos. Y habrá asado.
Muy pocos asadores de los buenos prescinden de la madera. Por supuesto, están quienes se niegan a usar otra cosa que no sea leña. Nuestro máximo respeto por ellos. Pero para aquellos que no cambian el urbano carbón por nada (de última, los verdaderos destinatarios de estos tips ígneos), la noble materia de la que están hechos los árboles también es indispensable. Este consejo (y el que viene) es para los abnegados que desde temprano recorren verdulerías para dar con algún cajón de frutas bien blanco y seco, de esos que crujen al mínimo contacto con las llamas. Fácil: se desarma el cajón y se colocan los listoncitos de canto, formando algo así como marcos de bordes altos. Si se llega a tres de esos, óptimo. A continuación, se colocan los infaltables bollos de papel dentro de los marquitos, junto con los carbones. Chispa y a otra cosa. Las llamas se verán desde la terraza de al lado, adonde el pobre vecino irá a descolgar las toallas todavía húmedas sólo por observar, encandilado, de todos los fuegos, el fuego.
4. No uses el parque.
Uno aun más fácil que el anterior, ideal para apuradísimos. Y, habíamos avisado, con el mismo protagonista. Básico y sin atajos, puede llamárselo también la variante bruta, y hasta ser merecedor de alguna que otra acusación de irrespeto por la madera, aunque sea ésta de cajón de manzanas. Sucede que todo debe quedar como está: el cajón, la bolsa de carbón (que para este menester tiene que ser sí o sí de papel), el papel de diario, el fósforo. ¿Qué se hace? Primero, lo único que no puede faltar: bollos apretaditos de papel de diario. Muchos, que alcancen para hacerle de piso al cajón. Después, muy simple: se da vuelta el cajón y se lo coloca sobre los papeles, para que quede lo que es el fondo en la parte superior, que es donde se apoya la bolsa (sí, entera) de carbón. O sea diario, cajón, carbón. Así, a lo bestia. Afinamos el pulso y fileteamos el puño para tirar un fósforo encendido justo entre los listones. Apenas prende el papel, nos quedamos esperando no más de cinco minutos que la madera gruña, ceda, haya módicos sonidos catástrofe, y el fuego cambie de carácter para volverse mucho y bueno.
5. Dos trampas humeantes.
La primera, además, irrespetuosa: cuando ya el fueguito duradero atisba, pero es mínimo, manotear el secador de pelo de mujer/hermana/madre y enfocarlo directamente a la roja base de la fogata. A favor: chispazos inmediatos; en contra: olor a humo en el secador por varios días. Pero qué fuegazo levanta. La otra, admitimos, no resulta demasiado polite por lo dicho más arriba: usar combustibles es de herejes. Va: se corta una lata de cerveza a la mitad, dejando un mini recipiente que debe llenarse de alcohol en un 75%. Se coloca en el suelo de la parrilla, se le hace un anillo de carbón bien alto, y se enciende. Los entusiastas de esta técnica la defienden con buenas armas; dicen que además de no necesitar papel -ya que las llamas se las entienden directamente con los carbones- el alcohol se evapora rápido y no conspira así contra el gusto del asado. No hay por qué no creerles: son representantes del verdadero oficio más viejo del mundo. Son asadores.
Fuente: Brando /La Nación
Me encantó este artículo. A ver si aprendo a hacer el fuego de una buena vez.
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